El día anterior había sobrevivido a la compra del billete de tren en la Estación de Ferrocarril de Pekín Oeste. Ahora tenía que experimentar lo que era tomar el tren para ir de Pekín a Pingyao. Sabía que iba a ser una experiencia que marcaría mi viaje a China, y no me equivoqué.
Llegué a la Beijing West Railway Station en taxi, gracias a la labor de los recepcionistas del albergue donde me estaba alojando. Recurrí a los del albergue porque en la víspera (durante el festival de las linternas) me fue imposible parar a ningún taxi. Llegué con bastante tiempo de antelación. Pasé los controles de seguridad y me dispuse a encontrar el vestíbulo del cual partía mi tren a Pingyao.
Aquello era como un aeropuerto, pero atestado de gente por todos sitios. Lo de atestado de gente quedó corto cuando por fin llegué a la zona en la que debía subir al tren. Casi me da algo al ver que allí no cabía un alma. Había una pequeña puerta al fondo en torno a la cual se agolpaban cientos de personas en lo que parecía una fila. Pero eso de fila tenía poco. Tenía que llegar hasta allí de alguna manera. Tenía que atravesar grupos de personas que parecían estar pegados con Loctite, saltar por encima de sacos de mi tamaño casi a rebosar, arrastrar la mochila que llevaba en las manos, mantener el equilibrio para que la que llevaba a mis espaldas no me tumbara hacia atrás. Era pleno invierno, pero en esos momentos me moría de calor. Había ratos en los que me quedaba bloqueado, no podía ni avanzar, ni retroceder, simplemente estar ahí, de pie, en equilibrio. En una de estas “pausas” me crucé con una chico español con el que pude intercambiar cuatro palabras rápidas, ya que la marea china se lo llevó rápidamente hacia otro lugar. “No te preocupes, esto es normal. Yo llevo viviendo aquí ya un año. Piensa que cada día se mueven en tren más de 4 millones de chinos”. Bueno, y ahí estaba yo, como uno más de ellos. Sintiendo lo mismo que ellos, viendo lo mismo que ellos. Para mí era algo totalmente excepcional, pero para ellos era lo habitual. Gracias al chico, supe también que había tanta gente esperando a que abrieran las puertas porque si sobran plazas pueden entrar y viajar (aunque sea de pie). No quiero ni pensar lo que es pasar 12 o 14 horas en un tren de pie…
Llegó el momento y se abrieron las puertas. Los movimientos empezaron a ser más bruscos. La gente empezaba a avanzar, a hablar en un tono más elevado, los espacios comenzaron a hacerse más pequeños y todos empezamos a movernos como si fuéramos una unidad; así empezó la coreografía que me llevó hasta la puerta de salida del vestíbulo, donde, entre sudores y palpitaciones, le enseñé mi billete de tren a la persona que los revisaba.
Pensé que mi odisea había acabado. Ingenuo de mí, porque no había hecho nada más que empezar.
Subí al tren. Busqué mi compartimento. Al llegar supe que mi noche iba a ser de todo menos tranquila. Allí ya estaban los chinos con los que compartiría la noche. Había una mujer de mediana edad con dos niños, un señor bastante independiente que ya estaba en posición de dormir, una señora de edad más avanzada y otro hombre más. Mi compañero de viaje y yo completábamos la lata de sardinas. Una lata que iba con overbooking, ya que los niños dormían con la madre. Íbamos a dormir ocho personas en un mismo compartimento en el que cabían dos literas de tres camas cada una. La mía era la última, la que más alejada del suelo estaba, a más de 2 metros de altura. No soy muy alto y subir allí me costó sudor y risas. Entre el cansancio acumulado, la ausencia de escalera, el poco espacio que había para maniobrar con las mochilas y lo patoso que puedo llegar a ser a la hora de trepar, era incapaz de encaramarme a mi trono. Una vez lo conseguí, me di cuenta de que para bajar iba a ser también divertido, así que intenté mentalizarme para pasar allí las 12 horas hasta llegar a Pingyao sin tener que moverme.
El tren echó a andar y la algarabía empezó. Conversaciones a voces por el estrecho pasillo, niños que iban y venían, hombres cargando los gigantescos sacos que sorteé por el vestíbulo de la estación, risas… Mis compañeros de compartimento me miraban y yo les sonreía. Intenté comunicarme con ellos para decirles que iba a Pingyao y que, por favor, me despertaran si, una vez que hubiéramos llegado a este destino, aún no me había despertado yo por mi cuenta. Ingenuo de mí de nuevo, ya que apenas pegué ojo en toda la noche. Ellos iban a algún lugar más allá de Pingyao. El sitio exacto no lo sé, el lenguaje gestual es útil pero tiene ciertas limitaciones.
Cuando todo el pasaje se calmó un poco y tomó su asiento, litera o trocito de suelo en los pasillos, llegó una azafata que nos recogió el billete. Intuí que sería para devolvérnoslo cuando llegáramos a nuestro destino.
Todo estaba ya en calma, por fin. Intenté relajarme recordando los momentos que viví en la Muralla China y los ratos tan divertidos que pasé regateando en el Mercado de la Perla de Pekín. Pero el olor y los sonidos que provenían de abajo no me lo permitieron. Empezaron a hacerse noodles instantáneos para cenar, acompañados de patas de pollo (se las comen y relamen que da gusto). ¡Aquello era un festival de comida rápida! Risas, cartas, discusiones, más risas, gruñidos del niño, chillidos de la niña… Nadie decía nada. Yo, de vez en cuando, asomaba mi cabeza, miraba hacia abajo y ellos actuaban como si no existiera. A veces, me miraban y me sonreían, y, claro, yo hacía lo mismo.
Por fin se acabó la hora de la cena y apagaron las luces. Ahora sí. Ya era el momento de tranquilizarse y de intentar dormir…. Error… Me empezó a dar olor a quemado. No quería mirar abajo, no sabía lo que me iba a encontrar. Ese olor pasó, pero me vino otro más familiar. Olor a humo de tabaco. Me asomé. ¡Estaban fumando! El humo se esparcía por el cubículo, el niño hablaba a la madre, la madre regañaba al niño, la niña salía del compartimento, la madre llamaba a la niña, la niña no contestaba, la madre volvía a llamar a la niña (ahora a grito pelado), el niño reía, el humo seguía envolviéndonos y yo, mientras tanto, quería llorar de cansancio. Y todo esto en una oscuridad casi absoluta.
En las 12 horas que duró el trayecto de tren de Pekín a Pingyao, poco pude dormir. Conté todas las horas de la noche, escribí mi diario de viaje a la luz del móvil, escuché sonidos extrañísimos provenientes de gargantas humanas, me pegué coscorrones con el techo del compartimento, me estresé muchísimo con lo del humo… Pero yo estaba viajando como un local más, y eso era lo que contaba. Todas esas sensaciones, esas emociones son las que se quedaron grabadas.
Con la luz del día, llegó de nuevo la azafata para devolvernos los billetes y avisarnos de que estábamos llegando a Pingyao. Bajé como pude de la litera y me fui directo a orinar. Cuando volví, la madre ya estaba de pie con sus niños y con una sonrisa en la boca. De nuevo se la devolví.
Abandonamos el compartimento. Otra anécdota asiática más. Ahora me esperaba Pingyao. Tras semejante odisea para llegar hasta allí, deseaba no defraudarme, pero bueno, a veces el viaje en sí, el mero hecho de ir de un lugar a otro ya merece la pena.
Querido José,
ResponderEliminarRecuerda, la próxima vez, ¡contra ataca! El termo metálico para meter ruido, gritar tú más que ellos, acabar con el humo a fuerza de decirles: "bu yao xiyan!!"...... ya te lo dije, yo no me subo más a un tren nocturno en China, ya he tenido bastantes "aventuras", jajaja!! La red de trenes de alta velocidad les está quedando fantástica y todavía se venden pasajes a precios asequibles, por ahora.... Siempre que sea posible, de día y en los de alta velocidad. Es todo un cambio!
Besazo
Montse
Montse, seguiré tus consejos a rajatabla la próxima vez que vaya por allí, jeje! Pero bueno, seguramente no conseguiré que me hagan tanto caso como a ti, jejejeje!
ResponderEliminarUn abrazo ;)