Los lectores de este blog de viajes ya os habréis dado cuenta de que soy un amante de los atardeceres. Cada vez que viajo a algún destino, intento no perderme ese momento del día. Me gusta la luz que hay en el ambiente, las tonalidades, cómo va cambiando todo de matices (hasta tal punto de que al día siguiente, cuando presencio lo mismo, pero con la luz del mediodía, parece que estoy en otro lugar totalmente diferente). A veces pienso que hay cosas que ganan en belleza con la luz del amanecer, otras con la luz del mediodía y, la mayoría, con la luz del ocaso.
En mi viaje a Roma, pude comprobar cómo la luz iba transformando las calles, las plazas, las iglesias, las fuentes... A la vez que cambiaba la luz, también se transformaban las sensaciones.
Al alba, la luz aún no tiene fuerza, al igual que un bebé recién nacido. Tímida y frágil, se va despertando, quitándose las nubes de encima como si fueran legañas.
Pero la luz de Roma necesita muy poquito tiempo para desperezarse, ponerse su jersey naranja de invierno y dejarse caer por la Basílica de San Pedro del Vaticano.
Tras tomarse un buen café espresso, ya se encuentra lista para comerse la capital italiana con el vigor de un joven. El sol rápidamente inicia su vuelo vertical hacia el cielo, se levanta, coge fuerza y lanza su luz sobre el Foro de Trajano, dándole una señal de aviso a la Luna de que ya es hora de acostarse.
Luego, como todos los días, la luz no falla a su cita con Neptuno y los tritones de la fuente más famosa de Roma, la Fontana di Trevi.
De tanto jugar y jugar y de tanto envolver a los miles de turistas que por allí pasan, la luz comienza a perder fuerza y decide irse a una plaza más grande, aunque igualmente transitada: la Piazza Navona, presidida por el obelisco Agonalis de 16 metros de altura que mandó construir el emperador Domiciano.
Se nota el paso del día, el cansancio va haciendo mella y poco a poco la luz va perdiendo vitalidad. En esos momentos es cuando más le gusta meterse por las callejuelas estrechas y tranquilas de Roma. Es la luz de la mediana edad que mira con cierta nostalgia a los despreocupados adolescentes que la rodean.
Antes de irse, no debe olvidarse de pasar también por el mercado de Campo dei Fiori. Las sombras alargadas que proyecta son la señal de aviso para los comerciantes de que es hora de recoger los puestos.
Se acerca el momento. El momento en que la luz está cansada y empieza a perder fuerza. Sigilosamente, se va yendo, fatigada, despidiéndose de todos las cúpulas de Roma, de todas sus estatuas, de sus gentes.
Mañana será otro día y la luz volverá a aparecer, débil al principio como un bebé, fuerte al mediodía como un joven, y frágil y vulnerable con la caída de la noche, como si fuera una abuelita que desea irse a dormir y descansar.
Suerte tiene la luz, que puede ver esta ciudad, una de mis favoritas, cada día. Yo, en cambio, tengo que conformarme recordándola y viéndola en fotos, a no ser que coja un vuelo directo a Roma y pueda disfrutar de nuevo de ella.
Roma es una ciudad extraordinaria, pero tu relato de sus luces es maravilloso!
ResponderEliminarEs que hay ciudades que tienen una luz especial... Muchas gracias por tu comentario! ;)
ResponderEliminarJosé Luis, un post increíble y las fotos son preciosas. Me pasa como a ti, la luz me embelesa y hechiza. Eres triste como yo en el sentido que decía el principito, porque somos amantes de los atardeceres. Gracias por el post.
ResponderEliminarLa LUZ fuente de vida, que como el agua es fuente de energía, se cuela con fuerza siempre por todos los lugares vaya donde vaya. Por más que uno no la vea siempre está ahí, y es cuestión de abrir los ojos o cerrarlos también, que ahí se te presenta envolviéndote cada momento, cada espacio, cada lugar. Como la luz de tus palabras que nos lleva a los rincones de esa ciudad que desconozco por ahora, con tanta historia y cosas que mostrar. Sigue caminando con energía y que fluya esa luz... que no es envuelve a todos.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios! Cada día hay comentarios más poéticos, qué gran descubrimiento! Gracias de nuevo no sólo por leer los posts sino también por expresar vuestras impresiones.
ResponderEliminarPor cierto, intentaré seguir caminando con energía, y energía de la buena!
Un saludo!
El atardecer, en cualquier sitio en donde te halles, siempre tiene un encanto especial y, para mí, un punto de tristeza por la pérdida de ese fugaz momento que sabemos que es irrecuperable. Podrá haber otros muchos, pero todos diferentes en matices... en colores en olores y en recuerdos.
ResponderEliminarPrecioso post, amigo!!
Saludos.
Es cierto, Luis, que cada atardecer es diferente. Me alegra de que te haya gustado el post. En el blog podrás ver más atardeceres.
ResponderEliminar;)
Es verdad que la luz de Roma tiene algo especial... yo pasé 8 días allí, fueron unas vacaciones en familia, y nos encantó. Creo que es por el color de los monumentos, que dan al ambiente un color diferente.
ResponderEliminarSarapika, quizás es por eso, puede ser una explicación. Qué suerte pasar tanto tiempo en Roma! En mi caso no estuve tantos días, por eso espero volver pronto.
ResponderEliminarUn saludo!
Me has dejado pasmada con este relato, muy poético. Roma me cautivó, pero con tus fotos y palabras la he disfrutado más. ¡Gracias!
ResponderEliminarUn abrazo enorme.
Gracias a ti, Mercè, por tu comentario!
ResponderEliminarLa verdad es que hay veces que el estado de ánimo se refleja un poco en los posts que escribo, como ha pasado en este.
Por otro lado, Roma es una ciudad muy propensa a despertar sentimientos poéticos, jeje.
Un abrazo!