Érase una vez una isla pequeñita, muy pequeñita, llamada Miyajima, en Japón. Estaba situada en el mar Interior de Seto, frente a la costa de Hiroshima. En ella se erigió hace mucho tiempo un gran templo sintoísta sobre el mar, el santuario de Itsukushima, frente al que se levantó un enorme torii de 16 metros de altura que anunciaba a los navegantes la puerta de entrada al templo y a esta isla-santuario.
Un día, un joven aprendiz de viajero procedente de tierras muy muy lejanas llegó a la ínsula. “¡Qué pena! ¡Está diluviando!”, pensó, ya que él quería ver la isla con buen tiempo, tal y como se la habían descrito otros aventureros que pisaron Miyajima. “Tendré que explorar el lugar con paraguas”, susurró en voz baja con cara de resignación.
Lo primero que sorprendió al joven fue el hecho de que los lugareños compartieran hábitat con los numerosos ciervos, animales sagrados por ser los mensajeros de los dioses, que deambulaban apaciblemente por la isla.
Al parecer, estos animalitos se sentían atraídos por la presencia de tantas personas que venían a visitar su isla. Ellos no entendían muy bien la razón por la que la gente mostraba tanta admiración por Miyajima. Al igual que no comprendían por qué estos “intrusos” huían de ellos cuando se acercaban a los extraños de dos pies para pedirles comida.
Paraguas en mano, el joven aprendiz de viajero, empezó a caminar por las callecitas del pequeño pueblo. La lluvia comenzaba a caer con más fuerza aún. Una blanquecina neblina empezaba a abrazar los árboles de las laderas por donde se sube al monte Misen, el punto más alto de Miyajima a 530 metros de altitud y donde cuentan que viven otros animales más inquietos que los tranquilos ciervos: monos.
Las frágiles flores de los cerezos sufrían las embestidas de las gotas que caían furiosas desde el cielo, provocando una lluvia de pétalos blancos que dejó embelesado al joven. Lo que contemplaba no podía describirlo con palabras, nunca lo había oído ni leído en las aventuras de otros viajeros que habían pasado por la isla. Se concentró con todas sus fuerzas con el deseo de no olvidar nunca aquella sensación y contarla a su vuelta: el silencio, roto tan sólo por la lluvia, la brisa marina, los pétalos blancos rozando su cara, la pagoda roja de cinco piso frente a él, la luz opaca del atardecer nublado…
Una luz que se fue esfumando hasta que todo quedó envuelto por la oscuridad. "Es hora de descansar, he venido desde muy lejos y tengo que recuperar fuerzas para ascender mañana al monte Misen", se dijo el joven, y comenzó a pensar en el futón que le esperaba en su ryokan.
9 comentarios:
Gracias por hacernos partícipes de tu sensibilidad. Por un momento me he visto envuelta en una lluvia de pétalos blancos bajo la atenta mirada de los ciervos protegiendo mi paso. Precioso. Besos primaverales...
Muy muy gráfico y muy expresivo. Quiero ser ese aprendiz de viajero, si todo sgue así, pronto lo seré :)
Gracias por vuestros comentarios! Normalmente, intento escribir con bastante expresividad para hacer llegar las sensaciones que experimento a la gente que lee los posts. Saludos!
Casi me entristece que hiciera sol el día que lo visitamos ;-)
Estaba ahí contigo bajando del ferry y sin huir, espero que tú tampoco, de los simpáticos ciervos.
@SaltaConmigo, supongo que con sol tendrá también su encanto, porque el lugar es muy muy especial. Los ciervos eran muy graciosos, me gustaba cómo se te quedaban mirando con esas caritas tan simpáticas.
Gracias por el comentario!
Nosotros también nos hemos visto rodeados de pétalos blancos...Qué ganas tenemos de poder estar ahí!!
Viajeros Callejeros, es sin duda uno de los lugares más especiales que vi en Japón. Intentad ir y no perdéroslo bajo ningún concepto!
Un saludo y gracias por el comentario!
Muy descriptivo! Me ha encantado!!
Gracias! Me alegro mucho! La verdad es que es un lugar para escribir y describir...
Saludos!
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